27 de diciembre de 2013

Las ciudades pequeñas


Cuando ha sido emplazada lejos del agua, la  Ciudad Pequeña sueña con un río como un falo vivoreante que la atraviese una noche, de lado a lado.
Sucesivos intendentes como padres intentan calmar esa ansiedad, engañarla con albercas, fuentes, eventuales espectáculos de géiseres danzantes y antiestéticas cascadas de artificio.
La ciudad calenturienta se retuerce de deseo de humedad.  Se moja por abajo y los ingenieros buscan vanas soluciones para sosegar la creciente de las napas.
Se le empapan los ruedos al obispo si desciende a la bodega, obscenas rajas cruzan los muros de la sacristía y se ladea levemente el campanario de la catedral. La venganza comienza  por la curia. Y aunque los crédulos convocan peregrinaciones ad hoc, nada consigue apagar los frenesíes comarcales, su furioso celo contrariado.
Sólo los amantes visionarios, ciudadanos preferidos, ilustres, honorarios, locos del pueblo con  ridícula flor en el ojal y con sombrero le proponen la indecencia que ella espera: horadarla, con lujuria abrirle en el cemento un suave lecho lodoso;  aunque breve un curso navegable para que los viejos sumerjan allí los pies y los niños practiquen origami con algo de sentido. Nunca nadie los escucha, como siempre, pero cuando mueren les erigen monumentos “a la extraña simpatía, al excéntrico del siglo”. 
Todavía no hay discurso que habilite el triunfo de un alcalde en reelecciones.

1 comentario: