Cuando ha
sido emplazada lejos del agua, la Ciudad
Pequeña sueña con un río como un falo vivoreante que la atraviese una noche, de
lado a lado.
Sucesivos intendentes como padres
intentan calmar esa ansiedad, engañarla con albercas, fuentes, eventuales
espectáculos de géiseres danzantes y antiestéticas cascadas de artificio.
La ciudad
calenturienta se retuerce de deseo de humedad.
Se moja por abajo y los ingenieros buscan vanas soluciones para sosegar
la creciente de las napas.
Se le
empapan los ruedos al obispo si desciende a la bodega, obscenas rajas cruzan
los muros de la sacristía y se ladea levemente el campanario de la catedral. La
venganza comienza por la curia. Y aunque
los crédulos convocan peregrinaciones ad
hoc, nada consigue apagar los frenesíes comarcales, su furioso celo
contrariado.
Sólo los amantes visionarios,
ciudadanos preferidos, ilustres, honorarios, locos del pueblo con ridícula flor en el ojal y con sombrero le
proponen la indecencia que ella espera: horadarla, con lujuria abrirle en el
cemento un suave lecho lodoso; aunque
breve un curso navegable para que los viejos sumerjan allí los pies y los niños
practiquen origami con algo de sentido. Nunca nadie los escucha, como siempre,
pero cuando mueren les erigen monumentos “a la extraña simpatía, al excéntrico
del siglo”.
Todavía no hay discurso que habilite el triunfo de un alcalde en
reelecciones.
Precioso. Gracias
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