22 de octubre de 2013

Siestas


La casa abandonada donde leíamos a Whitman. Los arcos entre la maleza donde aprendimos a avergonzarnos de nuestra sencillez ante la soberbia de la yegua blanca. Nos recostábamos cada una hacia un lado de una columna. Mi amiga tomaba con infinito respeto  el libro del patriarca y susurraba en perfecto inglés (en un inglés que a mí me parecía perfecto), todas esas enumeraciones que abarcan, incluyen aunque no digan, todo. Sentirnos universales por unos minutos al alcance de la mano. Y de allí a Borges un solo paso. Otra tarde era Prevert, otra Rimbaud. Me parece que siempre era ella la que leía, rubia y sentenciosa. Yo cerraba los ojos, masticaba un palito y me dejaba llevar su voz de contralto, su francés aprendido en academia de pueblo. Faltaba mucho para que pudiéramos viajar pero ahí se nos despertó el deseo.
Llegábamos en bicicleta, por caminos sinuosos y estrechos, para fugarnos del mundo unas horas. Nadie nos buscaba en realidad. Ahora que lo pienso, nadie se inquietaba entonces por la ausencia de un par de quinceañeras. 
Volvíamos a casa borrachas de palabras que vaya a saber si entendíamos del todo y con el corazón convulso como si en lugar de leer hubiésemos besado a unos muchachos. Unos meses después dejamos de escaparnos, la película de los poetas muertos nos convirtió en un lugar común o encontramos por fin a quien besar, no sé que fue primero.

1 comentario: