15 de enero de 2014

Niños cantores en la ciudad pequeña


Cuando el Director de los Niños Cantores de la Ciudad Pequeña elige solista, la maledicencia ambiente da por desflorada a la soprano en ciernes. De nada sirve que la joven jure y perjure que no y que no.
Que “todo juramento es un énfasis”, le recuerdan los legos.
— Arrastraste nuestro apellido, apostrofan los parientes desde el Club de Golf.
— No será la última vez, vaticina llorosa la doncella.
Y canta, aunque le duele canta. Como el ruiseñor de Wilde, canta.
Y su canto es azul, brillante y alto, tanto que por un momento algunos tienden a creerle.
Por eso las autoridades inician un sumario al Director, que se rasura como todo gesto de protesta. Y lo despiden, lo destierran. Con anuencia de los Señores Padres disuelven esa célula de la sonoridad polifónica del mal.
Sólo cuando llega la breve invitación para el Trigésimo Certamen Intermunicipal de Niños Cantores redactan unas novedosas bases para el concurso de antecedentes que dará como resultado un sucesor: se busca músico, apto para dirigir voces blancas de entre siete y trece años, inútil presentarse si no le interesan las obras al unísono.

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