Cuando el Director de los Niños Cantores de la
Ciudad Pequeña elige solista, la maledicencia ambiente da por desflorada a la
soprano en ciernes. De nada sirve que la joven jure y perjure que no y que no.
Que “todo
juramento es un énfasis”, le recuerdan los legos.
— Arrastraste nuestro apellido, apostrofan los parientes desde el Club de Golf.
— No será la última vez, vaticina llorosa la doncella.
Y canta, aunque le duele canta. Como el ruiseñor de
Wilde, canta.
Y su canto es azul, brillante y alto, tanto que por
un momento algunos tienden a creerle.
Por eso las autoridades inician un sumario al
Director, que se rasura como todo gesto de protesta. Y lo despiden, lo
destierran. Con anuencia de los Señores Padres disuelven esa célula de la
sonoridad polifónica del mal.

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