25 de enero de 2015

Hongos


     —Le digo que cada víctima lleva siempre un poco de culpa— descargué rápidamente los dos canastos, abrí cada puerta del coche azul y la música pareció extenderse sin más límite que el horizonte. Ella, como cada vez, se asombró de que quedara lejos. Luego me adelanté para abrir un poco el alambrado y facilitarle el paso. Estaba preciosa, con cara de sueño, pantalón muy justo y unas polainas ridículas. Inútiles por otra parte, no hay manera de calentarle los pies.
—Desde ya, no estoy de acuerdo. Intente aplicar su teoría a delitos sexuales o a ataques contra niños y verá lo reaccionario, además de absurdo, de su tesis.
—¿Y la culpa social?
—No son niveles de abstracción que uno alcance en medio de un potrero y con las botamangas llenas de abrojos, pero bueno, hago un esfuerzo y ni aún así.  La carrera de abogacía, sobre todo las cátedras penales, le hicieron mal. Gran idea colgar su título en el baño. ¿Se puede saber qué clase de hongos estamos buscando?
—Mire... acá tiene un ejemplo perfecto. Blanco por arriba, blanco por abajo. Huela. Camine con cuidado así no los pisa. Hervidos o macerados en aceite de oliva, esta noche valdrá alrededor de diez dólares la porción. Claro que Usted será mi invitada.
—Es lo menos que merezco por el trabajo. Hacía mucho que no me levantaba tan temprano. Lo que no entiendo es por qué hay que recogerlos al alba. Hace frío y está húmedo, es decir, nos enfermaremos y los llenaremos de bacilos.
—Usted se queja demasiado. Y discute sobre cosas que no sabe.  Pero a mí me gusta su irreverencia.  Camine un poco que voy a tomarle unas fotos. No, no me mire, siga caminando y junte todo lo que encuentre.

Parecemos felices en las imágenes de esa mañana trascendental en la que Usted aprendía con rapidez las diferencias escasamente notorias entre un lepiota rhacodes y un blanco gramillero de baja calidad gourmandise, incluso en ésta, ilustrativa de la capacidad mortífera del envenenamiento por coprinus picatilis. Un mínimo error y nuestros cadáveres lucirían horribles.
—¿Quién tendría la culpa entonces?— apuntó Usted, que gustaba de hacer asociaciones sin solución de continuidad entre cosas que nunca van juntas. Como esa Lala de Cortázar, como una ranita para los saltos mentales.
Mi memoria también está inquieta esta noche, brinca como púa sobre disco de pasta. Con suerte podré evitar el surco malogrado, el que produce dolor y lo deja a uno cayendo siempre sobre los mismos tres compases lacerantes.
No vendrá, definitivamente, no vendrá. Entonces converso con un saco negro que dejó olvidado en el perchero, el insecto de roble que amenaza con salirse de su rincón treparse a la mesa y despertarme del ensueño. Pero debo declararme inocente. El error fue que trajeran hongos como entrante.
Desde aquí veo la vieja publicidad de jabón Palmolive, la silueta del infante recortada en cartón piedra, con su esponja verde. Es una conspiración para que se lo diga, no es reproche, soñé otra vez lo de la Señorita Cora, que se da vuelta y pregunta el motivo de mi visita sin esperar respuesta...pero esta vez era Usted, Usted aunque con sus pechos inverosímiles por enormes y con sus ojos que no descuidaban un solo movimiento del pequeño, espejo en sus brazos. Estaba redonda de goce, la felicidad no nos cabía. El niño se desparramaba por la cama, caía al piso y salía al pasillo ensuciándolo todo con sus leches y sus babas. La torpeza de sus primeros movimientos, confundiendo teta con dedo al punto de hacernos dudar de nuestro esperado inteligentito. Pero prontamente el suyomío bebé nos dejaba tranquilos porque volvía a treparse a mamar en su regazo. Como siempre, como en la vida, no supe detenerme y abrazarlo todo, dejar que al menos la mirada se lo dijera. Sólo mis manos, puestas ocasionalmente sobre su vientre, pudieron delatar el tamaño del deseo, la necesidad del hijo.
Pero Usted cantaba en mi oído: arreglo la casa y me voy. Se sabía que se iba a ir.
Entre Usted y yo bailaba el tiempo del avaro, tiempo del tiempo ajeno a los deseos de los hombres. Entre Usted y yo estaban los demonios buenos, de noche se los veía brillar, los cobardes precursores. Usted se movía, dormida en mis brazos, y era imposible entibiarle los pies. En sus infiernos nos querían, era inexorable. Entre Usted y yo. Pecadores previamente perdonados.

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