4 de mayo de 2013

Paraíso


Cuando llegaban visitas desaparecía. Mamá me llamaba dos veces sumando impaciencia, una tercera a los gritos y después justificaba mi ausencia ante los parientes con resignación.
Lo sé porque yo estaba sobre sus cabezas, trepada al árbol de paraíso que  proyectaba la sombra donde se sentaban a tomar mate. Pero los adultos nunca miran para arriba, eso es así.
Mi horqueta era perfecta para calzar la espalda  hacia un lado y sostener los libros en el otro, con panorámicas de la calle, del jardín completo y la galería de la casa. Todo controlado. La altura ideal para decidir si atender o no la conversación de los mayores.
Descalza y allá arriba yo era Fabiola, discutía ideas libertarias con mi esclava y asistía a las ceremonias e inmolaciones de los primeros cristianos en la antigua Roma; era Androcles atravesando la noche con un león, era la bella Inés llorando bajo el almendro; era Sissi la emperatriz de incógnito entre los aldeanos; era el príncipe Ahmed al Kamel, encomendándome a Alá y preguntando al pájaro del destino el paradero de mi amada en la Alhambra.
Bajaba del árbol cuando se iba la luz o cuando llegaba la nube de mosquitos. Me costaba volver a la realidad, dejar de pensar en catacumbas, mayólicas, caireles. Casi siempre era tarde para ayudar a preparar la mesa.

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