Cuando
llegaban visitas desaparecía. Mamá me llamaba dos veces sumando impaciencia,
una tercera a los gritos y después justificaba mi ausencia ante los parientes
con resignación.
Lo sé porque
yo estaba sobre sus cabezas, trepada al árbol de paraíso que proyectaba la sombra donde se sentaban a
tomar mate. Pero los adultos nunca miran para arriba, eso es así.
Mi horqueta
era perfecta para calzar la espalda
hacia un lado y sostener los libros en el otro, con panorámicas de la calle,
del jardín completo y la galería de la casa. Todo controlado. La altura ideal
para decidir si atender o no la conversación de los mayores.
Descalza y
allá arriba yo era Fabiola, discutía ideas libertarias con mi esclava y
asistía a las ceremonias e inmolaciones de los primeros cristianos en la
antigua Roma; era Androcles atravesando la noche con un león, era la bella Inés
llorando bajo el almendro; era Sissi la emperatriz de incógnito entre los
aldeanos; era el príncipe Ahmed al Kamel, encomendándome a Alá y preguntando al
pájaro del destino el paradero de mi amada en la Alhambra.
Bajaba del
árbol cuando se iba la luz o cuando llegaba la nube de mosquitos. Me costaba volver
a la realidad, dejar de pensar en catacumbas, mayólicas, caireles. Casi siempre era tarde para ayudar a preparar la mesa.
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